En la Estancia Cristina, a orillas del Lago Argentino por el que se
llega navegando entre icebergs, y muy cerca del gigantesco glaciar Upsala, la
comunión con la naturaleza es constante. Aquí no hay nada, sólo los paisajes
duros, agrestes, rabiosamente bellos de la Patagonia. Y sin embargo, en medio
de esa nada bulle siempre la vida de la forma más inesperada.
Al poco de llegar, mientras degustábamos un cordero patagónico a la
brasa, de sabor fuerte pero exquisito, unas voces avisaban de la presencia de
un zorro en el exterior de uno de los galpones de la estancia. Salí rápidamente
a tiempo para ver cómo el cánido se metía debajo de otro de los galpones. Al
poco, asomó de nuevo y, ni corto ni perezoso, se paseo ante mis ojos y se unió
a otro ejemplar que le esperaba a unos doscientos metros de la estancia. Juntos
se perdieron por la pradera.
La escena sólo fue interrumpida por el estruendoso reclamo de un bando
de bandurrias que parecía compartir la escena conmigo. Dos parejas de estos
ibis sudamericanos sobrevolaban a la pareja de zorros y se posaban rápidamente
para, en cuanto éstos se acercaban un poco, volar de nuevo y aterrizar unos
metros más adelante. Pocas aves son tan ruidosas como las bandurrias.
Fueron 10-15 minutos, pero me recordó que en las aparentemente inhóspitas
praderas patagónicas la vida siempre está presente, en este caso protagonizado
por una pareja de zorro gris o chilla (Lycalopex
griseus) y un pequeño grupo de bandurrias (Theristicus caudatus). Un buen momento de los muchos que la
Patagonia me ha brindado.
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