Amanecer desde la cima del monte Sinaí. |
Recién concluida la Semana Santa, inicio una breve serie de post sobre
un lugar de referencias bíblicas. Lo que me ha traído hasta aquí no han sido
los pasajes del libro sagrado sino, como siempre, la naturaleza. En realidad
este viaje lo realicé hace unos añitos, unos cuantos, pero tenía ganas de
recuperarlo y mostraros algunos de los parajes naturales más sobresalientes de
un rincón fabuloso del globo: la península del Sinaí, en Egipto.
El Sinaí es territorio árido, dominado por un desierto arenoso en su
franja norte y por la roca y abruptas montañas en el sur. En el centro
confluyen ambos paisajes en un entorno que recuerda al Wadi Rum jordano.
Recorrí en profundidad el centro y sur de la península donde, se
localizan enclaves naturales como el cañón coloreado, el monte Sinaí o el
parque nacional Ras Mohamed, en el mar Rojo, entre otros muchos lugares.
La primera parada de la serie de post, por aquello de la proximidad de
la Semana Santa, es uno de los principales atractivos del Sinaí. Se trata de la
subida hasta la cima del monte en el que Moisés recibió las Tablas con los Diez
Mandamientos. El monte Sinaí (2.285
m .) se eleva en medio de un conglomerado rocoso de
rabiosa belleza, una belleza que cuando mejor se disfruta es al amanecer,
momento en el que la roca adquiere un color naranja impresionante. Más tarde la
fuerte insolación y la calima se encargan de corroborar que la mejor hora en la
cima es la salida del sol. Para ello se organizan las subidas a pie por la
noche. Comenzando a caminar desde el Monasterio de Santa Catalina (1.570 m .) de madrugada para
llegar a la cima justo antes de que las primeras luces rasguen la oscuridad y
el tremendo frío que hay en el desierto a esa altitud. Con el despuntar del
alba, el paisaje se va contorneando poco a poco, ampliando el horizonte de
montañas rocosas a la par que el naranja y el rojo parecen prender la roca. De
ese momento han pasado 15 años, pero quedó grabado a fuego –nunca mejor dicho-
en mi memoria y hoy lo rescato con gusto.
A media mañana ya estaba de regreso en este precioso conjunto
arquitectónico religiosos del s. VI que es el monasterio de Santa Catalina, y
por carretera, me esperaba una tarde de relax en el golfo de Aqaba, donde, a
lomos de dromedario fui coronado (o eso me pareció a mi…) una mezcla de
Lawrence de Arabia y rey de Egipto. Que gran recuerdo y que gran lugar, con las
arenas de las dunas egipcias y como telón de fondo las agrestes montañas de
Arabia Saudí.
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